
I. El Norte Es blanca, de estilo francés. Algunas baldosas se han desprendido de la fachada y su tejado de zinc soporta apenas un cielo de plomo. En el jardín, agotado por el abandono, desfallece un pequeño manzano. Los arbustos de hortensias se recuestan en la valla, corroída por el óxido, y la verja de la entrada emite un largo gemido cuando oncle Claude la abre y, levantando dramáticamente las manos, exclama: —¡Bienvenida a Salinas! El primo de mi madre lleva barba, un polo azul, sandalias de pescador y bermudas, fuma en pipa y se balancea como un tentetieso. Un chucho sale ladrando con una rabia ridícula. La casa conserva la belleza decadente de un pasado que permanece estival en la memoria, como si la infancia siempre fuera en bicicleta. Existe una teoría arquitectónica, nada científica, por la que todo tiende a aguantar. Faltan balaustres en las barandillas, la hiedra estruja las vigas del porche y una lagartija serpentea bajo nuestros pies, doy un brinco. La sal flota en esta tarde sin sombras, el campanario da las cuatro con un débil quejido. Es el mismo campanario que volvía loca a la madre de oncle Claude. Dentro, los desconchones despliegan inmensas mariposas de Rorschach en las paredes que no tapan ni un magnífico espejo que ha dejado de brillar, ni un escritorio isabelino deformado por la humedad. Unas cortinas de terciopelo ajado intentan ocultar, sin éxito, las grietas en los marcos de las ventanas. Parece una casa okupa y, sentados en un par de sofás horribles años noventa de color pastel, que debió de regalarles algún vecino, los niños descalzos —los pies sucios— juegan cada uno con su Nintendo. «Voilà votre cousine», dice oncle Claude, y los cuatro se levantan para presentarse. El pequeño tiene nueve años, el mayor diecisiete. Son pelirrojos, huérfanos de madre, en realidad somos primos segundos, y llevan gafas. —Me parece que te han preparado la habitación —dice oncle Claude, y coge mi maleta. Mientras subimos, me agarro a un pasamanos que deben pulir, desde tiempos inmemoriales, los traseros que se deslizan por él. —¿Por qué no lo arregláis? —le pregunto a mi tío, refiriéndome a todo lo que nos rodea. —Para un mes al año que venimos… y no tenemos dinero —suspira. En una habitación tan grande como mi piso, está la cama en la que dormía mi tatarabuelo, mide más de dos metros de largo por dos de ancho. Su mujer dormía en una cama igual, en un chalet en los Picos de Europa. Han saltado encima de ella los niños de tantas generaciones que el año pasado (más de un siglo después de que se fabricara) se rompió una de las patas y oncle Claude ha apilado unos ladrillos debajo para equilibrarla. Cruza la pared una grieta que no logra sujetar un pegote de cinta americana puesto de cualquier manera. A través de un agujero en el techo pueden verse las vigas y, sobre mi cabeza, una vieja araña, insigne alguna vez, retuerce las patas en un equilibrio difícil. Pulso el interruptor y la luz se enciende de milagro. La habitación tiene un baño cuyo espejo está empañado, será el hálito de los fantasmas. Las tuberías apestan por la falta de uso y da igual la cantidad de producto que le echen: el hedor químico, agresivo, se mezcla con el del agua estancada. Aparcado frente a la puerta está el coche en el que oncle Claude y sus hijos han venido desde Bélgica, como cada mes de agosto. Casi quince horas de viaje. Deshago la maleta. Podría decir que he venido a Salinas buscando respuestas, como en una novela romántica. Sería un autoengaño poético y poco más, una especie de psicoanálisis que me reinventará a partir de datos que desconocía para descubrir otros que no sabía que sabía, como ocurre siempre que contamos una historia. En realidad solo estoy aprovechando los precios de Ryanair y que el alojamiento es gratis para indagar en mis raíces, mera curiosidad. Saber quiénes fueron mis antepasados no cambiará mi presente ni me ofrecerá ese futuro que echo de menos. Seamos claros: esta es una huida para retrasar el momento en el que tendré que empezar de cero. Descubrir quiénes fueron mis tatarabuelos no desvelará qué será de mí. Lo que necesitaría ahora es un principio. Empieza a Hover y todos se van a la playa porque ha bajado la marea. Mi abuelo no quiere saber nada del norte. 2. El minero, el diamante y el cuello de Grand-maman En una carta fechada en Bruselas el 5 de mayo de 1903, dirigida al que entonces era director de la Real Transmontana de Minas, mi tatarabuelo Louis Nagelmacker prohíbe terminantemente que su padre Jules, que entonces tenía noventa y cuatro años y era el presidente honorífico de la compañía, entre en las galerías. Las minas de Arnao estaban construidas bajo el Cantábrico y, a principios de siglo, se detectaron unas filtraciones de agua que ponían en peligro el negocio, las instalaciones y la vida de los trabajadores, en este orden de importancia según los empresarios. Los primeros mineros asturianos provenían de familias de campesinos y pescadores. Trabajar bajo tierra y —aún más— en el fondo de aquel mar que engullía a los marineros, en un agujero húmedo y oscuro, a una temperatura que superaba los cuarenta grados, era como descender al mismísimo infierno. No era natural, nada que conocieran o hubieran aprendido a hacer, todo era nuevo, carecían de referentes. Habían transcurrido doscientos años desde que, a finales del siglo xvii, se perforó otra galería de explotación en Arnao para competir estratégicamente con el carbón de Flandes. Los que se estrenaban como mineros en 1840 lo hacían a ciegas. Picaban la piedra con las mismas herramientas con las que trabajaban el campo. Combatían el miedo, el cansancio y la desorientación de no saber cuándo salía y se ocultaba el sol, a cambio de una casa, el economato, una escuela para sus hijos y un centro recreativo cuyo […]

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